En agosto de 2019, Donald Trump se autoproclamó “el elegido” para comunicar a los periodistas su decisión de iniciar una guerra comercial contra China, un paso que, según él, sus predecesores habían postergado demasiado. Las amenazas de Bill Clinton de revisar el estatuto comercial de China si no avanzaba en la protección de los derechos humanos, o los aranceles impuestos por Barack Obama a los neumáticos importados desde el país asiático no lograron alterar significativamente el creciente déficit comercial de Estados Unidos. En aquel momento Trump logró una breve reducción del déficit y negoció el denominado acuerdo “fase 1” con China que, sin embargo, solo cumplió el 60% de las compras prometidas de productos estadounidenses.
El diagnóstico actual de la Administración Trump es difícil de rebatir en algunos puntos y podría ser compartido por aliados de Estados Unidos. China ha practicado políticas de dumping y ha subsidiado masivamente su sector industrial desde su ingreso en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001. Las denuncias por transferencias forzadas de propiedad intelectual, derivadas de la exigencia de formar joint ventures con empresas locales, han sido una queja recurrente de países y empresarios occidentales.
Igualmente, la clasificación de China como país de ingreso medio-bajo le otorga un acceso asimétrico a la OMC, permitiéndole imponer aranceles más altos que los de Estados Unidos. Por otra parte, no ha habido colaboración china en la lucha contra la importación de fentanilo o sus precursores y, en términos estratégicos, Estados Unidos ha perdido capacidades manufactureras clave, ahora concentradas en China, lo que amenaza su posición como potencia hegemónica.
Sin embargo, Trump ha optado por una confrontación indiscriminada, afectando tanto a adversarios como a aliados. Su victoria en las elecciones de 2024 le permitió retomar su guerra arancelaria, que considera inconclusa. Con la retórica del America First como bandera, ha desatado una tormenta arancelaria que alcanza a aliados cercanos, como Canadá, e incluso a socios comerciales menores. Su objetivo declarado es reactivar la manufactura nacional, corregir desequilibrios comerciales y reposicionar a Estados Unidos como potencia industrial. Para ello, ha implementado un arancel base del 10% sobre todas las importaciones y tarifas adicionales “recíprocas” –de hasta el 145% en el caso de China– dirigidas a países con superávit comercial, calificados como “desleales”.
Capacidad destructiva
Los aranceles rara vez son un instrumento neutral. Entre 2018 y 2020, la primera guerra comercial de Trump demostró que generan reacciones en cadena: represalias, desvíos de comercio y encarecimiento de insumos. Además, sus beneficios para la reindustrialización están lejos de ser automáticos.
Un arancel es un impuesto aplicado a bienes importados, calculado como un porcentaje del precio (ad valorem) o como una cantidad fija por unidad. Tiene dos propósitos principales: generar ingresos fiscales (en 2022, aportaron 100.000 millones de dólares al gobierno estadounidense) y proteger industrias y empleos locales frente a la competencia extranjera, actuando como una subvención implícita a productores nacionales. En teoría, estimulan la producción local y desincentivan las importaciones, lo que podría revitalizar industrias, crear empleos, contrarrestar prácticas comerciales desleales, promover la seguridad nacional o mejorar la balanza comercial.
Sin embargo, la realidad es más compleja. Los aranceles obligan a los consumidores a optar por bienes nacionales más costosos y encarecen los recursos e insumos importados necesarios para la producción. Esto reduce el ingreso disponible de consumidores y empresas, limitando el gasto en otros bienes y servicios o la capacidad de inversión y pago de salarios. Además, al fortalecer la moneda local (como el dólar), perjudican a los exportadores al encarecer sus productos en mercados extranjeros, reduciendo ventas y ganancias.
Estudios académicos, como los de Cavallo et al. (2019) y Fajgelbaum y Khandelwal (2021), documentan que los aranceles de 2018-2019 tuvieron un impacto neto negativo en la economía estadounidense. Los consumidores absorbieron casi la totalidad del costo en forma de precios más altos, sin que los precios de importación disminuyeran significativamente antes de las tarifas. Por ejemplo, tras los aranceles a las lavadoras, los precios aumentaron 86 dólares por unidad, y los de las secadoras, 92 dólares, generando un sobrecosto agregado de más de 1.500 millones de dólares.
«Un arancel es un impuesto aplicado a bienes importados, calculado como un porcentaje del precio o como una cantidad fija por unidad»
Las represalias extranjeras causaron pérdidas de exportación por 27.000 millones de dólares (2018-2019), que afectaron especialmente al sector agrícola. En términos de producción, los beneficios para la industria del acero y el aluminio (2.800 millones de dólares) fueron superados por pérdidas en sectores dependientes de insumos importados (3.400 millones de dólares). Un informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que eliminar los aranceles podría aumentar el PIB estadounidense un 4% en tres años. En resumen, los aranceles elevaron los precios, redujeron el empleo neto en la manufactura y no lograron los objetivos comerciales propuestos.
Aranceles para todo
A pesar de la evidencia cuantitativa y las lecciones de la teoría del comercio internacional, los argumentos de Trump parecen marcados por una confusión intencionada de objetivos. Según el presidente, los aranceles no solo reindustrializarían Estados Unidos, sino que aumentarían los ingresos fiscales, permitiendo incluso eliminar el impuesto sobre la renta. Además, obligarían a otros países a reducir barreras arancelarias, corregir distorsiones en tipos de cambio y aumentar la compra de productos estadounidenses, como armas y energía.
Estos objetivos son contradictorios. Por un lado, aranceles altos protegerían la industria nacional, pero encarecerían tanto las importaciones que su volumen caería, reduciendo los ingresos fiscales. Estudios como el de Ahmad y Riker (2020) muestran que la elasticidad de la demanda de bienes importados es alta: un aumento del 1% en los aranceles reduce significativamente las importaciones, especialmente en sectores sensibles a los precios. Esto limitaría la recaudación fiscal, contradiciendo la promesa de Trump de financiar el gobierno con aranceles. En abril de 2025, durante un discurso en Roma tras el funeral del papa Francisco, Trump afirmó: “Vamos a ganar mucho dinero y recortaremos impuestos para la gente de este país. Tomará tiempo, pero es posible que eliminemos completamente el impuesto sobre la renta, porque los aranceles serán suficientes”. Sin embargo, esta visión nostálgica, inspirada en una época en que los aranceles representaban el 95% de los ingresos federales (como en 1861, cuando las necesidades fiscales eran de 53,2 millones de dólares), ignora la escala actual del presupuesto estadounidense y la elasticidad de la demanda moderna.
«Trump cree que los aranceles reindustrializarán EEUU y aumentarán ingresos fiscales, permitiendo eliminar el impuesto sobre la renta»
Históricamente, los aranceles han sido un impuesto regresivo, perjudicando a agricultores y trabajadores. En el siglo XIX, figuras como Abraham Lincoln impulsaron impuestos sobre la renta (Revenue Act de 1861 y 1862) para complementar los aranceles, mientras que los demócratas, liderados por Grover Cleveland, abogaban por reducirlos debido a su ineficiencia. Los republicanos de la era de William McKinley, en cambio, defendían los aranceles como fuente de ingresos crecientes. Hoy, la investigación de Ahmad Lashkaripour (2021) confirma que la demanda de bienes importados es mayoritariamente elástica, por lo que los aranceles reducen la recaudación fiscal al disminuir las importaciones. Según sus estimaciones, los aranceles solo generarían una sexta parte de los ingresos actuales del impuesto sobre la renta, y menos aún si se consideran las represalias comerciales que contraen el comercio global y la actividad económica.
Reforma del comercio internacional
Asesores de Trump, como Stephen Miran, presidente del Consejo de Asesores Económicos, refuerzan estas ideas. Miran argumenta que la sobrevaluación del dólar, derivada de su rol como moneda de reserva, ha generado déficits comerciales persistentes que erosionan la competitividad manufacturera estadounidense. Este problema, vinculado al dilema de Triffin, implica que Estados Unidos debe emitir dólares en exceso para sostener el sistema financiero global, sacrificando su equilibrio comercial. Miran propone aranceles selectivos y una política monetaria para debilitar el dólar, pero no considera las represalias de otros países ni la dificultad de calcular un arancel óptimo que no dañe al propio instigador de la guerra comercial.
Por su parte, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, detalla en The Wall Street Journal una estrategia en tres ejes: aranceles para fomentar la industria y recaudar ingresos; recortes de gasto público e impuestos para aumentar el consumo; y desregulación para facilitar la inversión y reducir costos de producción. Sin embargo, la viabilidad de estos planes es dudosa: los recortes fiscales podrían aumentar el endeudamiento, agravando el déficit comercial, mientras que las represalias comerciales limitarían los beneficios de los aranceles.
Más costes que beneficios
La política arancelaria de la Administración Trump parte de un diagnóstico parcialmente acertado sobre los desequilibrios del comercio internacional y las prácticas desleales de países como China. Sin embargo, incurre en contradicciones fundamentales entre sus objetivos –reindustrialización, aumento de ingresos fiscales, creación de empleo y reposicionamiento como potencia industrial– y los instrumentos elegidos. Los aranceles, como se vio en 2018-2019, generan costos significativos: encarecen productos, reducen la competitividad, provocan represalias y tienen un impacto limitado en el déficit comercial. La idea de sustituir el impuesto sobre la renta por aranceles ignora la alta elasticidad de la demanda de importaciones, lo que haría inviable la recaudación suficiente sin causar inflación o déficits fiscales.
Aunque asesores como Stephen Miran y Scott Bessent proponen una reforma comercial basada en aranceles, depreciación del dólar y desregulación, la estrategia del presidente Trump subestima los límites económicos y las consecuencias geopolíticas del proteccionismo. La historia y los datos muestran que los aranceles, como pilar central de la política económica, generan efectos negativos que suelen superar sus beneficios si no se implementan con cautela y se acompañan de reformas estructurales.