En los últimos años, la seguridad se ha convertido en la espina dorsal de las principales discusiones públicas y ciudadanas en América Latina. Esta circunstancia ocurre después de que, durante casi una década, la región haya sido el continente más violento del mundo, con tasas de homicidio que duplican o incluso triplican los promedios mundiales, y con ciudades, en prácticamente todos los países, que tienen niveles de violencia aún mayores. Estos altos niveles de violencia vinculados con la baja efectividad de las instituciones gubernamentales encargadas de la protección –como las policías, el sistema de justicia y el sistema carcelario–, traen de la mano una profunda sensación de orfandad, abandono y, finalmente, de temor por parte de la ciudadanía que percibe la inseguridad como un rasgo que define sus vidas.
El impacto que tienen en la ciudadanía estos niveles de temor sobre la democracia es enorme. En primer lugar, una ciudadanía temerosa se aísla, se junta entre iguales y tiende a desconfiar de quienes son distintos. Como consecuencia, abandona los espacios públicos y pierde la confianza en las instituciones. En segundo lugar, el miedo reduce los niveles de participación en eventos comunitarios y en procesos que buscan respuestas colectivas a los problemas tanto estructurales como individuales. En tercer lugar, en este marco, la política se convierte en un instrumento inútil. La sensación generalizada es que la política promete resultados, iniciativas que prevengan, controlen o incluso contengan los altos niveles de violencia y la inseguridad cotidiana, pero sin resultados concretos.
Estas promesas incumplidas erosionan los pilares mismos de la participación política, de la legitimidad de los representantes y, por supuesto, la credibilidad de los partidos políticos. Por último, la desesperación de los partidos políticos y los representantes por tratar de entregar resultados rápidos y demostraciones concretas de acción contra la inseguridad…